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Eran las 12:18. En ese momento, yo debía caminar en torno al punto de avituallamiento de la Politécnica, 12 kilómetros quedaban atrás y seis por delante para la gloria de cruzar la meta de la Marcha Aspace.

Llevaba, por tanto, un 66,6 % del recorrido y esperaba ponerme un 10 para cumplimentar al anfitrión que nos congregó a ocho mil marchosos en un delicioso y esforzado viaje por la ciudad, los pueblos y los campos de La Hoya. Fueron las 13:18. Rogelio, Pepe y un servidor se retrataron en la línea de meta, objetivo cumplido. Y, tras el selfi (¡Dios mío! la RAE lo reconoce), miro el wasap con sus mensajes de tres horas y leo alborozado a Inés Plana, exultante porque le han otorgado la Cruz de Plata de la Orden del Mérito de la Guardia Civil: Es «por el cariño, el respeto y la autenticidad con que trato a la GC en mis novelas». Como voy conociendo bien a la novelista, antes de contestar lo celebro con un blanco de Viñas del Vero y un pincho de longaniza de La Cocina de José Fernández, colaboradores con el evento. Sé que Inés entenderá, en este caso, la prioridad de recuperar fuerzas. Y, sobre todo, de brindar por ella y por un éxito que me emociona porque todo lo que tiene que ver con la Benemérita inspira mis mejores sentimientos. Luego, recobrado el tono y el pulso, le felicito y nos intercambiamos emociones para convenir, además, que es una buena idea hacer partícipe del éxito al teniente coronel Pulido Catalán, que estuvo cariñosamente presente en su presentación de «Lo que no cuentan los muertos» en el Casino Oscense.

En aquella ocasión, 29 de noviembre, recién restablecido de mi depresión, con los sentimientos a flor de piel por mi primera comparecencia pública desde julio, contextualicé la novela en mi terreno de juego, el del apego al Cuerpo. Reconocí «mi emoción particular por el rigor y el respeto con el trabajo de la Guardia Civil. He nacido y vivido en cuarteles, y no puedo obviar esta admiración. Hablaba al principio del camino. En el camino, Inés se ha empapado nuevamente de los procedimientos a través de expertos. Ha hecho historia con las alusiones a la Cartilla de la Benemérita que es el alma, el espíritu y la norma de un cuerpo con vocación de servicio. También de otros ejercicios, como los jurídicos o incluso los psicológicos«.

Inés demuestra en «Lo que me cuentan los muertos», si cabe más que en sus dos magníficas novelas precedentes, la excelencia de su desempeño en algunas de sus facetas vitales. Como narradora, pero también como periodista de formación, ha sido extraordinariamente escrupulosa en su cometido de cincelar un monumento a la belleza a través de las palabras acudiendo a las mejores fuentes materiales: el conocimiento, la sabiduría de un buen número de profesionales de la Guardia Civil que se han erigido en garantes de la pureza de ese tesoro que es la coherencia. Como mujer intrínsecamente sensible -ayer, sin ir más lejos, lamentaba no haber podido acudir a la Marcha de la Aspace que cuida de su hermana Vicky-, se ha empapado no sólo de la pericia de los agentes, sino también de su vocación de servicio, una de las caras fundamentales del humanismo más genuino. Y, en tercer lugar, como persona arraigada en una tierra donde las distintas secciones de la institución planean para nuestra seguridad y nuestra protección por montañas, aguas y calles, traslada a la acción la feliz ejecutoria de los protagonistas principales en la búsqueda de desaparecidos, en riadas y en circunstancias adversas y extremas en cualquier escenario.

Recibir una medalla de la Guardia Civil es un escalón superior en la evolución de una persona. Sí, soy profundamente subjetivo, pero precisamente la subjetividad de mi adolescencia entre funerales, terrorismo, incomprensión y hasta ese desprecio indecente que quiere rodearse de razones para rematar a los matados, me otorga la legitimidad de pregonar el gran patrimonio y la enorme responsabilidad que asume, encantada, Inés. Ya lo era a través de sus relatos, condecorada en la gratitud por su creación por ese gran guardia civil (todos los empleos comparten el espíritu) que es Julián Tresser, pero ahora percibe, en su humildad, la grande humildad del reconocimiento que emana de los cuarteles erigidos con los dogmas irreprochables del Duque de Ahumada desde 1844.

Inés, grande en las letras que tanto se resisten en una atmósfera más condescendiente con la estulticia que con la calidad lingüística (en el fondo es nuestro gran tesoro), recibirá con un orgullo gigantesco la Cruz de Plata. Se suma el galardón a los merecidísimos reconocimientos por su trayectoria y por su última obra.

Es un punto y seguido con el estímulo de saber que, entre su círculo más íntimo, están todos los guardias civiles que les admiran a esa pareja de hecho que son ella y Tresser, cuya graduación en la próxima novela queda en el misterio de la imaginación fértil de la autora.

Me permito cerrar esta felicitación con este inspirador párrafo que tomé de Primera Persona del Singular de Murakami para la presentación de «Lo que no cuentan los muertos», y que se me antoja el flujo natural de las hilanderas de la literatura: «Las palabras permanecen a nuestro lado si tenemos suerte. Son seres fabulosos que trepan hasta lo alto de una escarpada cima con la llegada del atardecer y se ocultan en el interior de pequeños agujeros excavados en la tierra a su medida, borrando toda prueba de su existencia en medio del bramido del viento.

Con la llegada del amanecer, el viento amaina y las palabras supervivientes se asoman sigilosas, en actitud tímida y remisa, con tendencia a la polisemia, suficientemente preparadas, no obstante, para ejercer de testigos del mundo con imparcialidad y honestidad. Al ser humano, sin embargo, no le será fácil hallar, recabar y conservar vocablos.

Para ello tendrá que recurrir en ocasiones al propio sacrificio incondicional, a apoyar la cabeza sobre la áspera y fría superficie de una almohada de piedra y ofrecer su alma bajo la luz blanca de la luna

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Juan García Antón

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