Esta es quizás una de las mejores y más enternecedoras historias que me contaron y que yo identifiqué y clasifiqué en mi mente como la definición de lo que es el orgullo y admiración por un padre y por la labor que éste lleva a cabo. Hoy quiero dedicarla a aquellos que son y serán por siempre hijos del Cuerpo.
Los relatos que tienen que ver con niños despiertan siempre ese lado más humano nuestro pero he descubierto que es doblemente emotivo cuando el relator es alguien que vuelve la vista atrás y viaja a través de los años que pasaron y, que con esa emoción que embarga de nostalgia sus palabras hace que la historia, si es posible, tenga más valor. Hablo de alguien que un día decían de él, como dicen de todos los niños, que sería el futuro y que hoy es presente y ha ido atesorando vivencias, experiencias y sabiduría a lo largo del tiempo que deberían usarse como base para una sociedad repleta de niños que necesitan de savia que les haga medrar con raíces fuertes, troncos firmes, y ramas dispuestas a alcanzar lo más alto. Este niño grande me contaba con ilusión y énfasis lo que sentía cada vez que de la mano de su padre salía a la calle y alguien le preguntaba: “¿Y tú qué quieres ser de mayor?”.
Él sentía el apoyo que la firmeza de aquella mano adulta que lo sujetaba le transmitía, y como no, el orgullo y raza que aquel honrado y honorable hombre desprendía, en aquella España de antaño, donde todo se nos antoja oscuro, quizá porque así lo vivimos o nos lo transmitieron, pero cuya sociedad, a pesar de las limitaciones que hoy nos parecen terribles ya que vivimos una era tecnológica totalmente distinta a aquella, no eran óbice para que se vivieran, incluso de forma más intensa, los sentimientos. Y de esa forma, el pequeño José Manuel crecía, viendo a su padre llegar cada día a casa vestido como visten los héroes a los ojos de los niños, con la ropas que cubren el cansancio y el esfuerzo por intentar dar a los suyos y a la sociedad lo mejor. Rodeado de niños que en aquella Casa Cuartel llenaban cada hueco de bullicio con sus correteos y travesuras. Con su madre que se afanaba en las tareas hogareñas y en la educación de él y su pequeño hermano. Con las obligaciones que le encomendaban, porque ser niños en aquella época, no les eximía de responsabilidades. Con los sueños de ser como aquel hombre que lo era todo y que todo era poco para hacerle sentir orgulloso de su hijo. Con el rostro lleno de vida y deseos por ser mayor mientras sacaba lustre a las botas de su padre y brillo a las chapas y hebillas que portaba su cinturón.
Se hizo mayor demasiado pronto cuando lo perdió y tuvo que convertirse en el pequeño hombre que de repente vivió el vacío que deja la orfandad a una edad temprana junto a su madre y hermano, pero que encaminó firme sus pasos hacia el deseo que siempre tuvo y que llegó a ser necesidad para llevar su apellido a donde su joven padre no tuvo oportunidad.
Y mientras yo lo escuchaba en sus ojos se adivinaba la belleza e intensidad del amor por sus padres, por los recuerdos que en él anidan y la sonrisa se dibujó en su rostro cuando en un intento de que la nostalgia no se apoderase de él, le pregunté: “José Manuel, ¿y tú qué quieres ser de mayor?” Con la misma sonrisa y brillo en los ojos que un niño, me respondió: “De mayor quiero ser Guardia Civil, como mi papá”.
TEXTO: MILAGROS DOMÍNGUEZ GARCÍA
iLUSTRACIÓN: MARÍA PORTO VALLADARES