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Immanuel Kant decía que obrar por deber era la única forma auténticamente moral de actuar. No por conveniencia, no por cálculo político, no por interés personal. Solo por deber. Hoy, sin embargo, esa palabra —“deber”— parece haber quedado arrinconada en los márgenes del discurso público. Lo que importa es el derecho, la demanda, la exigencia. Pocos se preguntan qué se debe hacer; muchos solo se preguntan qué se puede obtener.

 Y sin embargo, hay quienes siguen guiándose por ese principio kantiano del deber. Cuerpos como la Guardia Civil lo hacen a diario, en silencio, bajo condiciones difíciles y con frecuencia enfrentándose no solo al crimen, sino al descrédito. Lo más doloroso es que ese descrédito, a menudo, no viene de sus enemigos, sino de quienes deberían ser sus aliados: las instituciones que juraron proteger el Estado de derecho.

Estos días hemos asistido a un espectáculo que roza la deshonra institucional. Audios, insinuaciones, silencios cómplices. Desde los partidos que se sostienen en minorías parlamentarias sin vocación de país, hasta ministros que hablan con tibieza o simplemente callan. Se ha dejado que la sospecha caiga sobre la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, la UCO, una de las unidades más estratégicas para la lucha contra el crimen organizado, como si eso no tuviera consecuencias. Como si el prestigio de una institución fuera algo descartable. Como si defender a los que nos defienden no fuera ya una obligación moral.

Y aquí conviene abrir una reflexión que pocos se atreven a plantear en voz alta: ¿Alguien se ha preguntado por qué la Guardia Civil, y concretamente la UCO, está asumiendo casi en exclusiva la investigación de los casos de corrupción más mediáticos, complejos y políticamente sensibles de este país?

No deja de ser curioso —cuando no revelador— que los órganos judiciales recurran a esta unidad, de forma reiterada, para instruir causas que afectan directamente al orden político y social, a menudo con independencia del origen territorial del caso. Es cierto que la ley lo ampara (art. 11.4 de la Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado), pero también lo es que se está consolidando un patrón operativo que otorga a la Guardia Civil un rol central en la defensa de la legalidad frente a la corrupción, incluso más allá de lo que dicta el artículo 11.2 sobre competencias territoriales.

¿Es una cuestión de confianza? ¿De eficacia? ¿O acaso de independencia? Sea cual sea la respuesta, dice mucho de esta institución. Dice mucho… y molesta a muchos. Porque en un país donde la corrupción aún no ha sido extirpada del todo, quienes investigan con rigor son más temidos que respetados.

Lo más grave no es que se cuestione a la Guardia Civil desde los márgenes antisistema, o desde grupos cuya historia política está ligada a la violencia o la deslealtad institucional. Lo más grave es que lo hagan quienes están al frente del Gobierno. Lo hacen por cálculo político. Por no incomodar a sus socios. Por no molestar a quienes un día arrojaron piedras a los agentes del orden y hoy exigen respeto desde sus escaños.

No todo es lo mismo. No todos cumplen con su deber. La Guardia Civil, sí. Día y noche, en la calle y en la investigación, frente al terrorismo, la delincuencia organizada o la corrupción. Mientras tanto, quienes deberían liderar con ejemplaridad moral, con firmeza institucional y con algo de gratitud, se refugian en la ambigüedad o directamente siembran sombras.

Defender a los que nos defienden no debería ser un acto de valor, sino de justicia. El deber —como recordaba Kant— no es lo que uno hace porque le conviene, sino lo que hace porque debe hacerse. Y en estos tiempos de ruido, convendría recordar que hay deberes que dignifican. Incluso si no dan votos.

José M. Corral Peón

Comandante (R) de la Guardia Civil