La cercanía con el ciudadano no es pasado: es el eje del presente y futuro de la Guardia Civil.
Cada día son más las noticias, imágenes y testimonios que reflejan el grave problema que supone la despoblación rural en nuestro país. Lo llaman la España vaciada, pero más allá del concepto político o demográfico, detrás hay vidas reales, recuerdos que se desvanecen, casas derruidas que un día estuvieron llenas de risas y familia. Cuando volvemos a los pueblos de nuestros abuelos, no solo nos asalta la nostalgia; nos duele la evidencia de que ya no queda casi nadie.
Hace poco leí un artículo que me removió profundamente: “Sin ellos, la vida desaparece”, en el que Sandra Abeijón, trabajadora social, elogiaba la labor de esos profesionales itinerantes —panaderos, pescaderas, repartidores— que, más allá de vender productos, llevan humanidad en su paso. “Muchas veces son el único contacto que tienen estos vecinos. No solo llevan pan, leche, pescado, medicinas… Llevan conversación, compañía o una sonrisa…”, decía Abeijón. Y entonces no pude evitar preguntarme: ¿dónde está la Guardia Civil?
Es cierto que el Cuerpo ha evolucionado con los tiempos. Pero esa evolución no debería implicar perder la esencia que lo ha hecho durante décadas uno de los pilares fundamentales de la vida rural. Y esa esencia se encarnaba en el conocido servicio de correrías, una práctica tan antigua como la propia Guardia Civil, instaurada por el Duque de Ahumada en 1850.
Así se ha llamado a los servicios ordinarios y frecuentes que realizaban los miembros de la Guardia Civil, generalmente en pareja, recorriendo a pie toda su demarcación, para contactar con sus habitantes, conocer perfectamente el terreno que comprendía y, por supuesto, velar por todo cuanto en ella ocurría.
Durante muchos años, los guardias civiles recorrieron a pie, a caballo o en bicicleta los caminos, aldeas y montes, no solo para prevenir delitos, sino para conocer a la población, generar confianza y mantener la seguridad allí donde nadie más llegaba. En su circular de 1853, Ahumada lo decía sin rodeos: “Este servicio es el más importante para los puestos que no están situados en las carreteras que recorren los carruajes públicos…”. Era una Guardia Civil cercana, visible, útil.
Hoy, la desaparición progresiva de estos servicios de proximidad coincide trágicamente con la decadencia de nuestras aldeas. La soledad de los mayores, el olvido institucional, la falta de servicios básicos… Todo se agrava cuando ni siquiera pueden contar con una presencia policial cercana que los escuche, los acompañe, los proteja.
No se trata de mirar con nostalgia al pasado y pretender restaurar cada elemento tal cual fue. La tecnología, las nuevas formas de organización y los recursos disponibles deben integrarse. Pero el espíritu del servicio de correrías debe recuperarse. Es urgente reinstaurar la filosofía de cercanía, vigilancia activa y contacto humano que dio sentido durante generaciones a la labor de la Benemérita.
Mantener abiertos los Puestos de la Guardia Civil a disposición del ciudadano las 24 horas del día, bien dotados y con suficientes efectivos, no es un capricho: es una inversión en cohesión territorial, en dignidad para nuestros mayores, en seguridad y, también, en esperanza. La España vaciada no se recuperará solo con planes urbanísticos o incentivos económicos. También necesita presencia humana, cercana, constante. Necesita que volvamos a ver el “correaje amarillo” en sus caminos.
Y aquí es donde quiero detenerme y ser claro: los ciudadanos nos necesitan, y nosotros los necesitamos. Porque ellos — también los que resisten en las aldeas, los que viven su vejez entre las paredes de piedra que los vieron nacer, los que aún creen en su tierra— son la razón de ser de nuestra institución. La Guardia Civil no existe en abstracto; existe para servir. Y si quienes más nos necesitan están siendo olvidados, no estamos cumpliendo con nuestra misión.
La seguridad tiene un coste, sí. Pero también un valor incalculable cuando garantiza el arraigo, cuando protege la dignidad de quien decide quedarse pese a las dificultades, cuando ayuda a mantener viva una cultura, una forma de vida, un territorio que también es España. La presencia de un guardia civil en un pueblo perdido de la montaña no solo disuade al delincuente; consuela al anciano, da confianza al agricultor, da valor al territorio.
El servicio de correrías no era un capricho nostálgico, era un modelo de seguridad humana, eficaz y profundamente democrático. Se recorrían aldeas a pie, en pareja, tomando nota de lo que pasaba, recogiendo inquietudes y devolviendo cercanía. Como lo definió el Duque de Ahumada, era la esencia misma del servicio rural. De aquel compromiso no deberían quedar solo anécdotas, sino una filosofía operativa renovada.
Hoy, cuando los mayores viven lejos de hospitales y oficinas, cuando las parroquias gallegas o los pueblos castellanos languidecen entre la falta de servicios y el olvido institucional, es cuando más hace falta volver. Y no con discursos, sino con las botas sobre la tierra, con cuarteles abiertos, con escuchas activas y presencias discretas pero reales.
Volver a las correrías no es rendirse al pasado: es abrazar lo mejor de nuestra vocación. Fortalecer las plantillas, reactivar los puestos, garantizar la permanencia en todo el territorio, no es un lujo: es una obligación moral con quienes nunca se han ido.
Ellos nos necesitan, y nosotros —si no queremos perdernos como institución— también los necesitamos. Servir es estar. Y estar, muchas veces, salva la vida.
José M. Corral Peón
Comandante (R) de la Guardia Civil