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Quienes vivimos la transformación hacia el respeto pleno de los derechos constitucionales del detenido, hoy peinamos canas.

Un legado de profesionalidad al servicio de la democracia. En los tiempos convulsos que atraviesa España, donde la corrupción política se ha vuelto un ruido constante en los medios, resulta inevitable que ciertos principios jurídicos se pongan en entredicho por la opinión pública. Tres personas investigadas por presuntos delitos graves defienden su inocencia con una serenidad que desconcierta a más de uno, incluso cuando las pruebas obtenidas por la Guardia Civil parecen contundentes. Y, sin embargo, esa aparente contradicción no debe sorprendernos.

Porque lo que muchos olvidan —o quizá ignoran— es que uno de los pilares del Estado de Derecho es precisamente el derecho de todo detenido, en este caso investigados, a no declarar contra sí mismo ni confesarse culpable. El artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que plasma este derecho, no es una concesión moderna para proteger a presuntos corruptos; es una garantía constitucional nacida del compromiso democrático que supuso la Constitución Española de 1978.

En ella, se consagró la libertad como un valor superior del ordenamiento jurídico. Y fue en este marco donde también se dignificó la actuación policial, obligándola a evolucionar. Como Guardia Civil, fui testigo directo —y partícipe— de esta transformación histórica. Recuerdo con nitidez la revolución que supuso la Ley Orgánica 14/1983, que desarrollaba el artículo 17 de la Constitución en lo relativo a la asistencia letrada del detenido.

De la noche a la mañana, pasamos de un enfoque punitivo a otro garantista, donde los derechos del detenido no eran un obstáculo, sino una brújula que debía orientar nuestro trabajo. Asumimos aquella transformación con profesionalidad. Porque lo que estaba en juego no era solo una nueva forma de actuar, sino una nueva forma de entender el poder que se nos había confiado: el de privar a alguien de su libertad. Y en ese ejercicio, aprender a reconocer que un detenido tenía derecho a callar, a no autoinculparse; junto con la presunción de inocencia, fue uno de los mayores avances de nuestra democracia.

Pocos comprenden el vértigo de decidir una detención en décimas de segundo, como apuntaba un catedrático de Derecho Procesal en una de las conferencias a las que asistí en aquellos años. Pocos se imaginan la presión que soporta un agente al actuar en caliente, sopesando libertad y justicia al mismo tiempo. Pero muchos opinan. Opinan sin tener presente que la Guardia Civil no solo se adaptó a las nuevas normas: fue, en muchos casos, punta de lanza en la defensa de los derechos fundamentales.

Esa evolución silenciosa —discreta, pero firme— ha hecho que hoy podamos afirmar, sin titubeos, que la Guardia Civil actúa dentro del marco constitucional, y que las pruebas que obtiene en su labor como policía judicial no se consiguen al margen del respeto a la ley, sino gracias a él. Es necesario recordar esto cuando los medios se llenan de tertulianos que se sorprenden ante la frialdad con la que algunos investigados niegan la autoría de pruebas que parecen irrefutables. Porque su actitud, por chocante que parezca, no desacredita el trabajo de la Guardia Civil; al contrario, lo confirma.

No son ellos quienes marcan los tiempos del proceso penal. Es la ley, y nosotros —los servidores públicos— quienes la ejecutamos, respetándola por encima de todo. Cuarenta años después, echo la vista atrás y valoro más que nunca la naturalidad con la que integramos aquellos cambios. No fuimos héroes, fuimos profesionales conscientes de que, en democracia, el fin no justifica los medios.

Y que en el equilibrio entre seguridad y libertad reside el verdadero sentido del servicio público. Por eso, cuando hoy se cuestiona la legitimidad de las actuaciones policiales, conviene recordar que las garantías del detenido no debilitan la justicia: la fortalecen.

Y que la Guardia Civil, en su evolución callada, ha sabido estar siempre a la altura del momento histórico que le ha tocado vivir.

José M. Corral Peón
Comandante (R) de la Guardia Civil